1969

Año importante. Su amigo Manuel Leguineche con el que coincidió como colaborador en el Norte de Castilla, le llama a la agencia de noticias Sapisa, que después sería Colpisa, en donde por mediación de Miguel Delibes era director, la idea: escribir una columna diaria. La primera es de 23 de octubre de 1969, la denomina «Crónica de Madrid» y a ella, a su estilo, a su estética, se subscriben La Vanguardia, La Voz de Galicia, Diario de Cádiz, El Heraldo de Aragón, La Voz de Asturias, Faro de Vigo, Diario de Mallorca y otros, hasta una docena de diarios, la proyección nacional de Umbral resultó evidente. El nuevo Larra. “Al principio, allá por 1969, aquello sonaba raro. Nadie le conocía en la prensa de provincias, pero ocurrió un fenómeno curioso. Los directores de nuestros diarios empezaron a intercambiar opiniones muy favorables sobre los artículos de Paco y de su aceptación entre los lectores. Sus crónicas eran, como dicen los tópicos, un soplo de aire fresco, con aquella prosa suya irreverente, su estilo entre Larra, Ruano, Ramón y Mailer. O sea, que un director le decía a otro: “Estoy publicando a este Umbral y gusta mucho, ¿por qué no te animas?”.
Y se fueron animando.”
“Cuando yo me di cuenta de que iba a dedicar mi vida a la escritura, busqué una salida económica de urgencia, y ésta era el artículo. Yo sabía que de la novela no vivía nadie, en España, ni Delibes, al que yo tenía cerca, y a pesar de ser el hombre de mayor éxito, después de Cela. En cambio, estaba al tanto de que del artículo, al menos, se podía ir tirando. En Madrid o en Valladolid estaban Don Paco Cossío o Paco Martín Abril, ambos de artículo diario, y luego estaba César González-Ruano, que era una incurable referencia mía y un maestro absoluto.”38 El artículo es el soneto del periodismo (…) es el solo de violín de la literatura entre la multitud tipográfica del periódico (…) tiene que ser un rastro de la actualidad, algo que se enciende como una noticia, se remonta como un ensayo y se resuelve en una metáfora.”

Ediciones Literoy. Colección “Voz del tiempo” nº 3. Madrid, enero 1969. Rústica. 274 páginas 19 × 13,5 cm.

Novela.

 

El título de la novela es un verso del poeta sevillano Rafael Montesinos.

Y descubrir de pronto que el mundo está bien hecho, si hubiéramos sabido que el amor era eso.

La novela fue finalista del Premio Elisenda Montcada de 1966, Barcelona, que ganó, tres votos contra dos, Ferrand Bonilla, alicantino, con, «El otro bando».

La novela más ignorada de Umbral. Dos jóvenes estudiantes en Madrid, Ella y Él. Ella y Él se conocen en un bar, se enamoran, regañan, se quieren, se reconcilian. «El amor, con sus pasos en falso, sus idas y venidas, sus esperanzas y sus dudas». La minucia de las cosas.

Buena novela, Delibes y Umbral la comentan en su correspondencia.

«Querido Miguel: Acabo de sacar una novela que tenía hecha hace tiempo. Es una edición fea que me ha hecho un tipo. Le di el libro porque me abrumaba pidiéndome algo. Pensaba que esa novela no era muy comercial, y no me atrevía a entregársela a ningún editor serio. Ahora que ha salido me arrepiento de haberla dado ahí, porque empieza a gustarme un poco. Esta novela estuvo en Cid y no la quisieron por rara. Quedó finalista del Elisenda en el 65. Está escrita a lo difícil, como se lleva ahora, pero anticipándome, que hace cuatro años no lo era aquí. Puede que hoy resulte más viable de lo que me parecía a mi entonces, dado el snobismo al uso. No te asustes de la edición cuando la recibas. Leyéndola mejora un poco.»

«Mi querido Paco: He leído con placer y con el mayor interés tu Si hubiéramos sabido etc. y mi impresión —puesto que tu estilo literalmente me cautiva— ha sido excelente. Es lamentable que no parieras esto antes … Veo, asimismo, en estas páginas el mejor Proust, el moroso Proust, el del recreo en el detalle, en la sensación, en el adorno, y su correspondencia literaria: el recreo verbal, casi caligráfico, de la transcripción. En una palabra —creo que te he repetido mil veces— escribes como los ángeles y posees algo de lo que no anda muy sobrada nuestra narrativa: el sentido del humor. En este aspecto tienes frases felices, ironías templadas y divertidas (los estudiantes de cine), descripciones sabrosísimas … Por otro lado, el despertar del amor, en escenas muy concretas, está conseguido a través de una agudísima introspección y una muy buena percepción del detalle. Los defectos que yo te opondría no son seguramente tales defectos del libro, sino defectos míos, defectos de Miguel lector, de Miguel que mide las novelas por su peso en humanidad, que celebraría una más profunda exploración en los caracteres y un mayor calor.»

En Trilogía de Madrid, Umbral también se refiere a esta novela y cuenta, «Si hubiéramos sabido que el amor era eso fue la historia de María del Té, con muchos besos de jazz meloso y muchos caballos dictatoriales de por medio. Libro donde comenzaría a ensayar la narración lírica, que en realidad es la única que me interesa, y en donde el lirismo no estaba dado tanto por las palabras o las emociones como por la minucia de las cosas, la secuencia primorosa de lo vulgar».

 

COMO AQUÉL café de primavera, con el invierno aún dentro, disfrazando de un frío inexistente el confort destripado de los divanes, el humear inútil de los cafés, la hoguera mínima, húmeda e invisible del coñac en el fondo de la copa o laringe abajo, quemando las palabras del conversador interminable, del contertulio de todas las tertulias, del bebedor de coñac y fumador de tabaco negro o rubio, con boquilla o sin boquilla, mentolado o no mentolado, canceroso o anticanceroso, cordial siempre y conversacional. Pero afuera hacía sol. Un sotanillo con antesotanillo, una hornacina con figuras que dudan entre resultar muy antiguas o muy modernas, entre el modelado en serie y la filigrana rococó del arte refinadamente basto y bastardo.

Un espejo convencional tapando la puerta que da al pasillo de vecindad, al patio gris y de ceniza, a los reinos incoloros del gato y la portera; todo irreparablemente aromado por unos fondos de retrete con su W y su punto, y su C y su punto, pintadas con altura de miras, en blanco sobre la madera indiferente de la puerta. Por aquel espejo con greca todo alrededor, como un homenaje al que pasa y se mira, al que entra y se mira, por aquel espejo con clavos dorados, demasiado elegantes, en las cuatro esquinas, pasaban autobuses raudamente reflejados —“beba esto, beba lo otro, duerma bien, guise con tal”—, pasaban anuncios y ráfagas de primavera y mujeres apresuradas, y un soldado —quizá un marinero— y todos los que van a pie, y las muchachas que dejan lo mejor de su edad, sin saberlo, en esos espejos que las reflejan al pasar. Es mejor que no haya ningún coche aparcado delante de la puerta del bar, porque entonces el espejo permanece despejado en toda su dimensión y la vida de la calle hilvana en él el hilo de los mil, de los dos mil, de los quinientos mil automóviles que corren por la ciudad, y a veces eligen esta lateral, mejor que la calzada central, para rodar más plácidamente, salvo la molestia de los adoquines y los raíles desencajados del tranvía, y el autobús, que hace paradas en todos los discos, en todos los semáforos, en todas las esquinas, o se lanza en picado y corre y corre, como un desgarramiento del paisaje urbano. El pequeño bar es sólo una mancha gris y momentánea para los que van en el autobús sentados o en pie, mirando la calle que los mira, con las monedas de la vuelta del ticket entre los dedos, con pereza de volverlas al bolsillo.

Era el canto inesperado del teléfono, tomando parte en las conversaciones, esa angustia irrespirable de los sitios donde se ha conseguido un clima humano, demasiado humano, y todos tienen algo que decirse, y se lo dicen, y los camareros van a la barra y vuelven de la barra, con andares ya de jubilados, confundiendo los pedidos, ahogando en un café largo las palabras del tímido que ha pedido un café corto, destapando botellas para servir el líquido hasta un poquito más del borde de la copa, que es como sirven los camareros —ciertos camareros—, puesto que en ese excipiente, en ese exceso físicamente inestable, está la justificación de la propina o el virtuosismo del oficio, o sencillamente, sin que nadie lo sepa, ni el que sirve ni el que consume, el triste sobrante de la vida, el derramado exceso de lo humano, la ahíta saciedad de unos y otros: de todos.

Ella y él se miraban.

 

Última reedición. Ediciones Destino. Colección Áncora y Delfín.
Barcelona, agosto 1974.


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